Hoy no hablamos de ciencia ficción. Ni de distopías futuristas. Hablamos de una realidad cada vez más ineludible: la inteligencia artificial está acelerando a una velocidad que ni sus propios creadores esperaban… ni parecen saber cómo detener.
Geoffrey Hinton, pionero del aprendizaje profundo y una de las mentes que sentaron las bases del actual auge de la IA, ha lanzado una advertencia sin precedentes: “Existe entre un 10 % y un 20 % de probabilidades de que la inteligencia artificial evolucione hasta un punto en el que escape al control humano”. No es una cifra tomada al azar. Es una alerta calculada, directa y, sobre todo, incómoda.
En paralelo, Demis Hassabis, director de Google DeepMind, ha dibujado un escenario más ambivalente: la próxima generación de IAs podría resolver problemas globales —como enfermedades, energía limpia o escasez de agua— y abrir una era de abundancia radical. Pero también podría convertirse en la herramienta más peligrosa jamás creada si se usa sin ética ni regulación.
Mientras tanto, en nuestro día a día, asistimos a pequeñas invasiones silenciosas. WhatsApp ha introducido Meta AI en su aplicación, sin opción clara para desactivarla. Lo que parece una funcionalidad útil es, para muchos, una amenaza a la privacidad disfrazada de innovación.
Hay un patrón que une todas estas noticias: la IA está entrando en nuestras vidas más rápido de lo que la sociedad, las leyes y nuestra conciencia colectiva pueden asimilar. Desde los laboratorios de investigación hasta los chats cotidianos, nos enfrentamos a un dilema existencial: ¿qué sucede cuando creamos algo más inteligente que nosotros mismos y no tenemos un plan para gobernarlo?
Esta no es una pregunta técnica. Es una cuestión política, ética y profundamente humana.