El algoritmo que nos reescribe

Podría parecer una corriente más del progreso. Pero no lo es. Lo que está ocurriendo con la inteligencia artificial ya no es evolución: es transformación. Como si un nuevo organismo invisible, hecho de datos y decisiones automatizadas, hubiera comenzado a reconfigurar no solo nuestras herramientas, sino nuestros propios modos de ver, sentir, trabajar y entender el mundo.

Hoy, mientras Elon Musk advierte sobre una inminente crisis energética provocada por la IA y Google rediseña el acceso al conocimiento con su nuevo modo Gemini, el panorama se quiebra en múltiples direcciones. Por un lado, un adolescente recibe la primera edición genética con CRISPR Prime Editing en un ensayo pionero. Por otro, China logra vulnerar el cifrado RSA gracias a un avance cuántico que desvela las grietas de toda nuestra seguridad digital. La línea que separa la ciencia ficción del presente se ha evaporado.

En paralelo, un grupo de estudiantes decide abandonar ChatGPT. No por rechazo al futuro, sino por intuición: perciben que delegar su pensamiento los hace menos precisos, menos humanos. La rebelión no es contra la máquina, sino por la mente.

Mientras tanto, descubrimientos sobre la neuroplasticidad del cerebro, los efectos del desamor, la obesidad neuronal o las asociaciones emocionales sin experiencia previa revelan que, incluso en lo más íntimo —las neuronas—, habitamos un campo de batalla entre lo natural y lo artificial.

¿Y si esta no fuera una era de avances, sino de sustituciones? ¿Y si cada avance técnico llevase consigo una pregunta sobre quién permanece y quién se disuelve en el proceso?

Vivimos en una sinfonía de código, genética, datos y decisiones automatizadas. Pero el centro de esta orquesta no debería ser el algoritmo. Debería ser la pregunta.