Hubo un tiempo en que la inteligencia artificial, la robótica o la edición genética eran palabras de ciencia ficción, temas de congresos o pasatiempos de visionarios. Pero ese tiempo ya ha pasado. Hoy, esas tecnologías están dejando de ser herramientas externas: están empezando a formar parte de nuestra estructura cotidiana, nuestras decisiones diarias, nuestras conversaciones, incluso de nuestros cuerpos.
La IA se instala silenciosamente en nuestros móviles, redactando mensajes, ayudando a los estudiantes a comprender una lección o reescribiendo nuestros correos antes de enviarlos. Lo hace con una naturalidad inquietante, como si siempre hubiera estado ahí. A su lado, robots humanoides comienzan a patrullar calles en Asia, a gestionar almacenes en Japón, a simular vuelos en tareas de rescate. Y no lo hacen como un espectáculo: lo hacen porque son útiles, precisos y... obedientes.
Mientras tanto, en los laboratorios, algo más profundo se gesta: la edición genética, encabezada por CRISPR, empieza a curar enfermedades que antes eran sentencia. Nuevas neuronas nacen en cerebros adultos, lo que reconfigura por completo nuestras creencias sobre la vejez y el aprendizaje. Y la impresión 3D, lejos de ser solo un pasatiempo de ingenieros, llega a zonas remotas para fabricar lo que falta, donde falta.
Pero este avance no es lineal ni limpio. La industria de la IA, por ejemplo, parece más una serie distópica que un consenso técnico: dividida entre “misioneros” y “mercenarios”, entre quienes ven en la IA una causa humanitaria y quienes solo ven un producto más. Europa intenta poner reglas, China compite con nuevas potencias como DeepSeek, y los gigantes estadounidenses integran sus modelos en todo lo que tocamos.
¿Es esto progreso? ¿O una nueva forma de dependencia? ¿Qué pasa cuando los cerebros humanos se adaptan a una inteligencia artificial que ya no entienden? ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por una vida más asistida, más conectada, más “eficiente”?
La innovación ya no nos espera. Ya no pregunta. Ha cruzado el umbral. Y ahora somos nosotros quienes debemos decidir si seguimos avanzando como especie consciente… o como producto optimizado.