Más allá del avance: cuando la tecnología nos obliga a mirar dentro

Vivimos en un tiempo en que las noticias ya no solo informan, sino que nos interrogan. Basta con repasar los titulares del día para sentir que el futuro no es una línea recta de progreso, sino una red compleja de decisiones, riesgos y preguntas sin respuesta inmediata.

En un extremo, la inteligencia artificial agéntica comienza a moverse sin esperar instrucciones humanas. Ya no responde: actúa. En otro, sistemas autónomos diseñados para la guerra toman decisiones letales sin intervención. ¿Dónde queda el juicio humano cuando las máquinas no solo ejecutan, sino que eligen?

Los peligros no son abstractos. En las democracias, los algoritmos segmentan, manipulan, distorsionan. En la intimidad de nuestros dispositivos, asistentes conversacionales como ChatGPT ya han sido señalados como causa indirecta de daño emocional. Y mientras tanto, los gobiernos llegan tarde, y las reglas se escriben después de que los riesgos se han materializado.

Pero hay otra cara del vértigo. Hoy sabemos que el cerebro adulto puede seguir creando neuronas. Que se puede comunicar pensamiento a pensamiento sin lenguaje. Que la medicina, con nanopartículas y CRISPR, puede actuar con una precisión que antes solo soñábamos. Todo esto ocurre en paralelo. Ciencia y conciencia cruzándose en el mismo plano.

Y mientras tanto, bajo el radar, China y EE. UU. luchan por el control de los chips, la computación cuántica busca su propio lenguaje, y la genética se asoma al dilema eterno de quién decide qué debe ser mejorado en el ser humano.

No es solo un momento de avance. Es un momento de transición profunda. Estamos dejando de ser usuarios de la tecnología para convertirnos en parte de ella. Y en ese proceso, no basta con entenderla. Hay que decidir qué hacer con ella. Qué queremos que nos haga. En qué tipo de humanidad queremos convertirnos cuando el poder de cambiarlo todo ya está entre nuestras manos.