Vivimos un momento singular. Si uno observa con atención las noticias que han irrumpido hoy en el panorama informativo, descubrirá un patrón que va más allá de lo anecdótico: la inteligencia artificial ya no es una herramienta. Es una presencia. Silenciosa, ubicua, inevitable.
En los hospitales, un sistema de IA optimiza el tratamiento contra Helicobacter pylori, una bacteria asociada al cáncer gástrico. En laboratorios genéticos, CRISPR edita genes para curar enfermedades, detectar el VIH o mejorar cultivos. En quirófanos, ChatGPT guía con precisión la primera cirugía robótica autónoma. En las consultas neurológicas, un conjunto específico de neuronas se revela como clave en la ansiedad y la depresión. ¿Casualidad? No. Es una sinfonía tecnológica en la que cada nota suena afinada hacia un nuevo paradigma.
Pero la melodía no termina ahí. En la industria, gigantes como Inditex invierten en robots inteligentes. En la educación, la IA se cuela en el aula con promesas de aprendizaje profundo y personalizado. En la esfera emocional, se desliza en forma de avatares sensuales, prometiendo compañía, comprensión… o simulación.
Al mismo tiempo, las grietas del sistema se hacen visibles: ciberataques como el reciente XPIA en Google Gemini, cambios en los términos de privacidad de servicios como WeTransfer, y una creciente dependencia de chatbots que pueden fallar, como ocurrió con la caída de ChatGPT. Todo indica que la expansión de la IA no es lineal ni neutral. Es compleja, llena de luces y sombras.
La pregunta ya no es si la IA cambiará el mundo. Es si sabremos estar a la altura del cambio. Porque cuando la inteligencia se hace presente en todo, lo verdaderamente decisivo será nuestra capacidad de hacerla consciente, humana, ética. O, al menos, digna de la humanidad que pretendemos preservar.