El día en que la inteligencia artificial lo tocó todo

Hubo un día —quizás como hoy— en que todas las noticias apuntaban hacia una misma dirección sin necesidad de titularlo: la inteligencia artificial se estaba filtrando en todos los rincones del presente. Como una corriente invisible, lo atravesaba todo: desde el lenguaje del médico de familia hasta el silencio íntimo del cerebro al despertar.

Las consultas médicas comenzaron a registrar las palabras del paciente sin necesidad de teclear. Ya no era el médico quien tomaba notas, sino una IA en segundo plano que escuchaba, comprendía y escribía. En otro escenario, más emocional, surgía una IA compañera que prometía llenar la soledad de quien ya no encontraba en los humanos una mirada disponible. La máquina no dormía. Tampoco discutía. Siempre respondía.

Mientras tanto, los neurocientíficos levantaban la voz: la IA no solo nos ayuda, también nos transforma. Altera nuestros ciclos de atención, reduce nuestra capacidad para imaginar sin estímulos externos, perturba el sueño. ¿Y si esa ayuda constante estuviera robando algo esencial de nuestro funcionamiento cognitivo?

En otro laboratorio, un algoritmo —alimentado con neuroseñales— comenzaba a descifrar pensamientos sin palabras. Lo que alguna vez fue ciencia ficción ya no lo era tanto. ¿Qué privacidad queda cuando lo más íntimo puede ser traducido?

La genética también avanzaba, con la edición CRISPR y la creación de ratones transgénicos que abrían puertas médicas y dilemas éticos. ¿Seremos algún día nosotros esos ratones? Al mismo tiempo, la computación cuántica ofrecía una potencia de cálculo que desbordaba cualquier límite conocido, y que será la base de todas estas revoluciones aún incipientes.

Todo esto ocurría mientras robots humanoides comenzaban a caminar, a sentir —o al menos a simular que sienten—, y se integraban en las ciudades diseñadas para ellos. No para nosotros.

Era un día como cualquier otro. Pero el patrón era evidente: la inteligencia artificial ya no era una herramienta, sino una arquitectura de vida en expansión.

Y lo más inquietante no era su poder, sino nuestra pasividad ante él.