Cuando las máquinas se adueñan del pulso del mundo

Algo se está reconfigurando en las profundidades del tejido humano. No hablamos solo de nuevos dispositivos o programas más veloces. Hablamos de una alteración invisible que se filtra por las rendijas de nuestra cotidianidad: despidos silenciosos en Amazon causados por sistemas más eficientes que nosotros, grabaciones automáticas en reuniones donde la confianza se disuelve bajo la sospecha digital, y empresas que compran cerebros con cifras astronómicas como si el pensamiento fuera propiedad transferible.

La inteligencia artificial ya no es una herramienta; se ha convertido en un interlocutor con iniciativa. Yuval Harari lo dijo sin rodeos: la IA toma decisiones, moldea percepciones, y lo hace mientras aún creemos estar al mando. Las etiquetas, las normas sociales, los derechos... todo lo que sostenía el relato del progreso humano parece no haber previsto este tipo de agente emergente.

Mientras tanto, los neurocientíficos nos revelan que la multitarea nos hace más torpes, que la pereza puede ser un signo de inteligencia, que el estrés deteriora nuestra memoria y que, sorprendentemente, vemos y pensamos con el mismo circuito cerebral. Esto no es solo conocimiento, es una advertencia: nos estamos exigiendo más de lo que el cerebro puede soportar.

La piel de los robots ahora siente dolor. Las nanopartículas enseñan al cuerpo a curarse solo. Los ordenadores cuánticos amenazan con romper la seguridad digital que creíamos impenetrable. Y por si fuera poco, las redes neuronales —humanas o artificiales— ya no se distinguen fácilmente en la complejidad de sus mapas.

Todo esto no es ciencia ficción, es presente comprimido. Un presente que nos empuja a redefinir el sentido del trabajo, del control, de la inteligencia y, tal vez, del ser humano.

¿Estamos listos para responder? ¿O ya lo están haciendo por nosotros?