Durante años, el ritmo vertiginoso del progreso tecnológico nos ha hecho creer que no había límites. La inteligencia artificial, en especial sus modelos generativos, parecía una carrera sin freno, siempre hacia adelante. Pero esta semana, algo ha cambiado. Los grandes laboratorios —OpenAI, Meta, Anthropic— reconocen retrasos en sus desarrollos. ¿Estamos llegando al techo? ¿Se ha agotado la lógica del más grande, más complejo, más entrenado?
Mientras algunos pilares vacilan, otros crecen con fuerza. La noticia de un bebé curado mediante terapia génica personalizada con CRISPR no es solo un avance médico: es el umbral de una nueva medicina hecha a medida, una ciencia que ya no combate a ciegas, sino que reescribe la vida con precisión quirúrgica.
En las fábricas, en cambio, emergen advertencias. Un robot humanoide, mal programado, golpea a varios operarios en China. No es un episodio de ciencia ficción: es la realidad alcanzando los dilemas éticos que antes solo eran relatos. ¿Quién vigila a las máquinas cuando los humanos se relajan?
Frente a estos contrastes, el aula se convierte en un nuevo campo de transformación. El 90% del alumnado universitario ya usa herramientas de inteligencia artificial para estudiar. El saber cambia de forma, de velocidad, de canal. ¿Estamos preparando a los estudiantes para la comprensión profunda, o solo para interactuar con algoritmos?
Y en paralelo, un nuevo jugador asoma en el tablero mundial. DeepSeek, la compañía china, presenta un modelo de IA que incluso Microsoft reconoce como comparable a OpenAI. El liderazgo tecnológico se descentraliza. La hegemonía se diluye. El conocimiento, como el poder, se redistribuye.
Esta no es una semana más de noticias tecnológicas. Es una semana donde el presente titubea, el futuro se bifurca y los límites se hacen visibles. Una semana que invita, más que nunca, a detenerse a pensar no solo en lo que estamos construyendo, sino en cómo, para qué y con quién lo hacemos.